Una decena de enfermos por coronavirus contaron a los periodistas de la AFP su dolor y miedo: la muerte al acecho en el hospital, la angustia en casa, la soledad y la ira. Y a veces el deseo de cambiar.
Estos son sus testimonios. Algunos han pedido mantener el anonimato:
Busan (Corea del Sur) – Park Hyun, un surcoreano de 47 años con buena salud, profesor de ingeniería. Estuvo ingresado en cuidados intensivos durante ocho días en Busan (sur). Regresó a casa después de dos pruebas negativas.
De repente le dolía la garganta, tenía tos seca y al cabo de unos días tantas dificultades para respirar que más de una vez pensó que se estaba muriendo. “Estaba realmente mal”. Fue hospitalizado, en una sala de presión negativa, y se le administró oxígeno y Kaletra, un tratamiento contra el sida. “Era una montaña rusa”, dijo, “como si el tórax estuviese aplastado bajo una placa gruesa y como si unas agujas se clavaran en él”.
Es posible que algunos dolores fuesen efectos secundarios, piensa. Después de tomar Kaletra, mi garganta comenzó a “arder (…) luego mis pulmones y mi estómago también”. La piel se volvió seca y enrojecida, pero los médicos no querían interrumpir el tratamiento.
“Cuando me sentía mejor, pensaba que quizá fuese la última vez en mi vida que podría escribir algo. Entonces intenté escribir algunas palabras en Facebook”.
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Roma – Fabio Biferali, un cardiólogo romano de 65 años. Pasó ocho días “aislado del mundo” en el servicio de cuidados intensivos y reanimación del hospital Policlínico Umberto I en Roma, un servicio de ortodoncia reconvertido para afrontar la crisis.
“Tenía dolores extraños, como médico me di cuenta que era pulmonía. Sentía como un mico aferrado a mi espalda, así describía un paciente mío su síntoma y ahora, lo sentía yo”.
“El tratamiento para la terapia con oxígeno es doloroso, buscar la arteria radial es difícil, lo hacían hasta dos veces al día. Me ayudó ser médico, tocaba soportar el dolor, mientras otros pacientes gritaban desesperados, basta, basta”.
Le administraron antivirales contra la malaria, el sida y tocilizumab contra la artritis, “nada que estuviese validado”. “La noche era el momento más duro, no podía dormir, la angustia invadía la habitación. (…) llegaban las pesadillas, rondaba la muerte”.
“Temía morir sin poder agarrarme de la mano de mis familiares, me llenaba de desesperación”.
Los médicos y enfermeras “estaban completamente tapados, manos, pies, cabeza. Doble bata, doble guante. Podía sólo ver los ojos detrás de la mascarilla de vidrio. Ojos afectuosos. Escuchaba sólo sus voces, muchos eran jóvenes, médicos en primera línea. Era el momento de la esperanza”.
Wuhan (China) – Wan Chunhui, un chino de 44 años con hipertensión, inversor, casado, con una hija de nueve años. Lo hospitalizaron el 30 de enero en el Hospital de campaña Huoshenshan en Wuhan (centro), la ciudad donde comenzó la epidemia. Se curó después de 17 días en el hospital. Luego pasó la cuarentena de 14 días. Está a la espera de recibir en su teléfono el código QR que certifica que está sano.
La primera vez que fue al hospital con fiebre le diagnosticaron COVID-19 pero lo enviaron a casa con antibióticos por falta de espacio. “Estaba aterrorizado”.
Su estado se agravó, empezó a tener tos. Fue ingresado en un hospital el 30 de enero. Una terapia hormonal hizo bajar la fiebre, pero aún tenía problemas para respirar. Faltaban medicamentos, el personal sanitario estaba mal protegido, usaban bolsas de basura para cubrir los zapatos.
El 4 de febrero lo trasladaron a uno de los dos hospitales de campaña levantados para enfermos por coronavirus en Wuhan, dotados de equipos y medicamentos occidentales. “No sentí pánico, pero los pacientes estaban angustiados”.
“Ahora veo las cosas de distinta forma. Me siento tranquilo por todo, realmente tranquilo. (…) Llegué a la puerta del infierno y regresé. Vi a los que no pudieron sanar y murieron. Me impresionó profundamente. Ya no me tomo gran cosa en serio”.
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Daegu (Corea del Sur) – Song Myung-hee, una surcoreana de 72 años, contagiada a mediados de febrero en Daegu (sur) durante un oficio religioso de la Iglesia de Jesús Schincheonji, una de las muchas sectas de Corea del Sur. El día 16, estuvo con la “paciente 31”, una mujer de 61 años que asistió a cuatro oficios antes de ser diagnosticada con el virus, causando el contagio en el país. Estuvo hospitalizada una semana en cuarentena.
Dio negativo, asintomática durante cinco días, pero la enfermedad se declaró de repente. Primero una tos fuerte. “No podía dormir”. “Duró dos días, no soltaba la bolsa de plástico para escupir las flemas”. “Entonces la cara se me empezó a hinchar, tenía miedo de morir sola”.
No había camas de hospital disponibles en Daegu debido a la cantidad de casos de COVID-19. Fue trasladada a 220 km de distancia, a Seongnam. “Me alivió ingresar en el hospital porque al menos no iba a morir sola”.
La iglesia Schincheonji se disculpó por su responsabilidad en la propagación de la enfermedad y está preocupada por el “ostracismo” contra sus adeptos. Pero eso no cambia nada para Song Myung-hee. “Nunca dejaré mi iglesia, lo que los otros digan no tiene importancia”.
Johannesburgo – Christine, una analista sudafricana de 28 años, aquejada de siringomielia, una enfermedad de la médula espinal. Fue diagnosticada el 20 de marzo.
Su compañero, Dawie, un abogado sudafricano de 30 años, no pudo someterse a la prueba porque “el sistema (médico) ya estaba bajo presión”, pero tiene los mismos síntomas. Están aislados en su casa de Johannesburgo, donde teletrabajan.
Dos días después de estar en contacto con un colega enfermo en la oficina, Christine sintió los primeros síntomas. La prueba lo confirmó. Tres días después, Dawie estaba en el mismo estado. “Los síntomas a veces fluctúan de una hora para otra. Van y vienen, en oleadas. Es muy diferente de una gripe. Fatiga, dificultad para respirar, tensión a nivel del tórax. La mejor manera de describirlo: es cuando estás a gran altitud y tienes problemas para respirar”, dice Christine.
Dawie a veces se pregunta si no “exageran”. “Porque hay días en que te sientes perfectamente bien. En el mismo día, tiemblas y luego te sientes mejor. Lo peor (…) es cuando durante el fin de semana tuve problemas para respirar, estaba tan mal que me pregunté si debía ir al hospital. (…) Mi médico me explicó cómo ver si me faltaba el oxígeno: ‘ver si las uñas se ponen azules”.
Mulhouse (Francia) – Djemila Kerrouche, una francesa de 47 años, ama de casa y antigua trabajadora de la limpieza, casada, con tres hijos de 6, 11 y 19 años. Cayó enferma el 17 de marzo. Confinada en su casa en Mulhouse, en el este de Francia, devastada por la epidemia.
“Tuve un pequeño episodio de tos. Al día siguiente empeoró, no tenía voz, ni sentido del gusto ni del olfato. Cuando tosía, estaba débil, muy muy débil. No me han realizado pruebas, pero el médico ha diagnosticado el coronavirus”.
“Le rogué a mi esposo que se tomara una semana de vacaciones, pero él trabaja en una carnicería y me dijo: ‘¿te imaginas si todos hicieran eso? no habría para comer'”.
“En casa, uso guantes, una mascarilla. No toco la comida, pero dos de mis hijos ya tosen”.
“Lo peor de todo, es para los deberes. Mis hijos ejercen mucha presión, quieren tener éxito en la escuela. Sus profesores les envían tareas como si la situación fuera normal. La mayor, de 19 años, está preparando un bachiller profesional (diploma de escuela secundaria) y llora cuando no es capaz y no puedo abrazarla, consolarla, ayudarla”.
“Estoy desmoralizada. No paro de llorar, no hay forma de consolarme, esta situación me supera”.
Buenos Aires – Marisol San Román, argentina de 25 años, socióloga y estudiante. Se habría contagiado el 10 de marzo en una cena de despedida en Madrid antes de volver a casa tras el cierre del Instituto de Empresa donde estudiaba. En cuarentena en casa.
El 12 de marzo, vuelve a Buenos Aires y empieza la cuarentena obligatoria para aquellos que vuelven al país de zonas de alto riesgo. Al día siguiente, primeros síntomas. “Tenía 40° de fiebre, la garganta me reventaba, sentía que me cortaban por dentro”. El médico, “apenas me vio y sabía que había estado en contacto con un positivo porque había gente de mi clase de la universidad que tenía coronavirus, dijo sos un caso sospechoso”.
Marisol está conmocionada: “Esto no pasa, tengo 25 años, soy joven, tengo buena salud”.
Su padre de 65 años, con quien vive, la evita y le deja la comida en la puerta de su habitación. Sola, debe tratar una infección pulmonar generada por su tos, medir la tasa de saturación de oxígeno en la sangre. “El coronavirus es una enfermedad que se pasa en soledad, en completa soledad”.
Su caso se vuelve viral. Multiplica las entrevistas en los medios. Dice haber recibido varios insultos a través de las redes sociales por haber regresado a su país mientras incubaba el COVID-19. “Intenté desde mi lugar y creo que lo conseguí, sacar el estigma que había con la persona, con el enfermo de coronavirus”.
“Estoy cumpliendo el rol que me dio la sociedad en este momento que ser una concientizadora social, de ser una activista, de dar la cara y decirle a la gente que tome conciencia, que esto no es una broma, que ser joven no te hace inmune a nada y que el coronavirus no es una gripe”, afirma desde su cuenta instagram @merysunsr.
Ciudad del Cabo (Sudáfrica) – Julia, de 27 años, y Megan, de 35 años, empresarias sudafricanas, figuran entre los primeros 50 casos registrados en Sudáfrica. Han contraído el virus, junto con otros tres familiares, durante un viaje a Suiza para practicar esquí a principios de marzo, probablemente en un bar. Relatan en una cuenta de Instagram (@livingcoronapositive) su experiencia para ver el lado positivo y dar consejos a los enfermos. Acabaron una cuarentena de tres semanas.
Síntomas: “Algunos tuvieron pocos, para otros duró tiempo, tenga en cuenta que no todos tenían fiebre”, escriben.
La prueba: “Tener un cepillo dentro de la nariz no es agradable, pero es rápido”.
Combatir la enfermedad: “Al principio tomamos analgésicos para la migraña y la fiebre. Por lo demás todos los días, té de limón y jengibre, vitamina C, bebíamos toneladas de agua para mantenernos hidratados y comer todo lo saludable que se pueda”, escribe Megan. Julia usó aceites de CBD (cannabidiol), citrato de magnesio e hizo estiramientos.
El consejo: “El estrés, la ansiedad y el pánico son reacciones humanas normales a algo enorme y de lo que no sabemos nada como es esta pandemia. Por lo tanto, por favor, sea amable con sus seres queridos que pierden control”.
París – Charlie Barrès, un francés de 29 años, educador físico en centros hospitalarios. Confinado como todos los otros enfermos por coronavirus, desde mediados de marzo en París con su esposa y su hijo de 2 años.
“Comenzó con escalofríos, luego un poco de malestar y una caída de la presión arterial, un dolor de garganta terrible. Vino un médico y me diagnosticó el coronavirus. Las pruebas son caras y las guardan para formas complejas”.
“He tenido 48 horas complicadas pero estoy cada vez mejor, aunque estoy hecho una piltrafa. Mi hijo estuvo enfermo, mi esposa tiene dolor de cabeza y de garganta, pero nada insoportable”.
“Trabajo en el hospital y creo que es triste llegar a este punto. Los mensajes de alerta sobre el estado del sistema no son nada nuevo. No hace mucho tiempo, el personal sanitario estaba en huelga … Y de pronto revienta. De repente, tomamos la medida de la catástrofe en los hospitales”.
Babahoyo (Ecuador) – Lorena, ecuatoriana de 33 años, sobrina del “caso cero” de los enfermos por coronavirus en Ecuador, que volvía de vacaciones en España y fue recibida con una fiesta familiar por unas treinta personas a finales de febrero en esta ciudad del sudeste del país.
“Mi tía nunca viajó a ningún lado, no tuvo tiempo. Desde que llegó estaba delicada de salud (…) Nos comentó que durante el viaje había sentido un poco de fiebre y que mucha gente (en el vuelo) venía tosiendo” en el avión.
El 22 de febrero, la tía de 71 años es hospitalizada en Guayaquil, epicentro de la pandemia en Ecuador. Una semana más tarde la contaminación queda confirmada. Sus familiares y allegado quedan aislados y son sometidos a tests. El 1 de marzo ven en la televisión a la ministra de Salud, Catalina Andramuño -que ya no ocupa el cargo-, enumerar cinco casos en conferencia de prensa. “Éramos nosotros”, dice Lorena. “Lo vimos por televisión y no tuvimos la ayuda necesaria por parte del ministerio”.
El 13 de marzo la tía muere. Una decena de miembros de la familia se ha contagiado, entre ellos Lorena -curada actualmente. Nadie sabe en realidad cómo tratar a los enfermos por coronavirus confinados en sus casas. Los médicos “me decían: ‘sabe que, tómele usted la presión’; o sea no querían tocar a mis padres”.
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