Buddy, un pastor alemán de siete años, era como el guardián de la familia Mahoney, sus dueños. Hasta donde su salud le permitió, era tan buen nadador como Michael Phelps; tan veloz como Usain Bolt; siempre al servicio de sus amos y un viajante en auto empedernido. Pero su vida se redujo significantemente, luego de ser el primer perro diagnosticado con COVID-19.
Fue en abril, antes de completar los siete años, cuando su vida comenzó a tornarse compleja. Buddy empezó a sufrir problemas de respiración, después de que su dueño, Robert Mahoney, había contraído COVID-19. Curiosamente, el perro nunca había estado enfermo.
Desde entonces, el señor Mahoney sospechó de que su perro también era el portador del virus. Pero nadie quería examinar a Buddy: su veterinario, por ejemplo, no atendía pacientes debido a la pandemia; en una clínica local no permitían el ingreso de personas con COVID-19. Así que la única solución a la vista fue recetar antibióticos para el perro a través del teléfono.
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El perro, por su parte, comenzó a perder peso, tenía problemas para respirar y había perdido el apetito. La sospecha de que su perro tenía COVID-19 era cada vez mayor. Sin embargo, en vista de que la salud de Buddy continuó agravándose, el veterinario le permitió a Juliana Mahoney, de 13 años, llevar a su perro hasta la cliníca, luego de haber dado negativo en el test de coronavirus.
Entre el 21 de abril y el 15 de mayo, Buddy parecía completamente derrumbado. Su respiración, por ejemplo, eran tan dificultosa que, incluso, sonaba como un tren de cargo, según señalaron sus dueños. Situación que tenía en angustia a toda la familia. Pero la repsuesta sobre qué ocurría con su perro, la familia Mahoney lo llevó a tres veterinarias en Staten Island; todos aseguraron que el can no tenía coronavirus.
En medio de un diagnóstico general, en una de las veterinarias le hicieron un ultrasonido y rayos X. Los resultados señalaron que Buddy tenía un agrandamiento del bazo y el hígado. Asimismo, un cardiólogo lo analizó y detectó que el perro tenía un soplo en el corazón.
Finalmente, en el Hospital de Animales de Bay Street, sus dueños lograron que el 15 de mayo le practicaran un test de de coronavirus a Buddy. Días después la clínica le informó que su amado Buddy era positivo para COVID-19.
El 2 de junio, el Departamento de Agricultura de EE.UU. (USDA) confirmó que Buddy era el primer perro del estado de Nueva York, Estados Unidos, en ser positivo para COVID-19.
El 11 de julio, la familia Mahoney encontró a Buddy en la cocina vomitando sangre coagulada.
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“Parecía que le salían las entrañas. Lo tenía todo. Salía de su nariz y boca. Sabíamos que no había nada que se pudiera hacer por él desde allí”, relató Allison Mahoney en entrevista con National Geographic.
Así que llevaron a Buddy al veterinario y tomaron la decisión de sacrificarlo. Ese día, el veterinario le dijo a Robert Mahoney que los nuevos resultados de los análisis de sangre indicaban que, al parecer, el perro tenía un linfoma, lo que podría explicar muchos de sus síntomas.
Sin embargo, aún se desconoce si el COVID-19 hizo más vulnerable al perro y esto habría llevado a que desarrollara el cáncer; o si fue el cáncer que influyó para hacerlo más propenso a contraer el coronavirus. Tampoco descartan la posibilidad de que ambas enfermedades hayan aparecido simultáneamente.
A la fecha, el USDA ha señalado que hay al menos 25 perros y gatos infectados con COVID-19 en Estados Unidos.
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